14 agosto, 2010

Boroña, relato corto de Leopoldo Alas (Clarín)

(Esto lo posteé hace tiempo, pero por los duendes de internet parece que había desaparecido)
En la carretera de la costa; en el trayecto de Gijón a Avilés, casi a mitad de camino, entre ambas florecientes villas, se detuvo el coche de carrera al salir del bosque de la Voz, en la estrechez de una vega muy pintoresca, mullida con infinita hojarasca de castaños y robles, pinos y nogales, con los naturales, tapices de la honda pradería de terciopelo verde oscuro que desciende hasta refrescar sus lindes en un arroyo que busca deprisa y alborotando el cauce del Aboño. Era una tarde de agosto, muy calurosa aún en Asturias; pero allí mitigaba la fiebre que fundía el ambiente una dulce brisa que se colaba por la angostura del valle, entrando como tamizada por entre ramas gárrulas e inquietas del robledal espeso de la Voz que da sombra en la carretera en un buen trecho.
Al detenerse el destartalado vehículo, como amodorrado bajo cien capas de polvo, los viajeros del interior, que dormitaban cabeceando, no despertaron siquiera. Del cupé saltó como pudo, y no con pies ligeros ni piernas firmes, un hombre flaco, de color de aceituna, todo huesos mal avenidos, de barba rala, a que el polvo daba apariencia de cana, vestido con un terno claro, de verano, traje de buena tela, cortado en París, y que no le sentaba bien al pobre indiano, cargado de dinero y con el hígado hecho trizas.
Pepe Francisca don José Gómez y Suárez en el comercio, buena firma, volvía a Prendes, su tierra, después de treinta años de ausencia; treinta años invertidos en matarse poco a poco, a fuerza de trabajo, para conseguir una gran fortuna, con la que no podía ahora hacer nada de lo que él quería: curar el hígado y resucitar a Pepa Francisca de Francisquín, su madre.
De la boca del coche sacó el zagal, con gran esfuerzo, hasta cuatro baúles, de mucho lujo todos y vistosos, y una maleta vieja, remendada, que Pepe Francisca conservaba como una reliquia, porque era el equipaje con que había marchado a Méjico, pobre, con pocas recomendaciones, pocas camisas y pocas esperanzas. Dio Pepe a los cocheros buena propina, y a una señal suya siguió su marcha el destartalado vehículo, perdiéndose pronto en una nube de polvo.
Quedó el indiano solo, rodeado de baúles, en mitad de la carretera. Era su gusto. Quería verse solo allí, en aquel paraje con que tantas veces había soñado. Ya sabía él, allá desde Puebla, que la carretera cortaba ahora el Suqueru, el prado donde él, a los ocho años, apacentaba las cuatro vacas de Francisquín de Pola, su padre. Miraba a derecha e izquierda; monte arriba, monte abajo, todo estaba igual. Sólo faltaban algunos árboles y... su madre. Allá enfrente, en la otra ladera del angosto valle, estaba la humilde casería que llevaban desde tiempos remotos los suyos. Ahora vivía en ella su hermana Rita, su compañera de llinda, en el Suqueru, casada con Ramón Llantero, un indiano frustrado, de los que van y vuelven a poco sin dinero, medio aldeanos y medio señoritos, y que tardan poco en sumirse de nuevo en la servidumbre natural del terruño y en tomar la pátina del trabajo que suda sobre la gleba. Tenían cinco hijos, y por las cartas que le escribían conocía el ricachón que la codicia de Llantero se le había pagado a Rita, y había reemplazado al cariño. Los sobrinos no le conocían siquiera. Le querían como a una mina. Y aquélla era toda su familia. No importaba; quisiéranle o no, entre, ellos quería morir: morir en la cama de su madre. ¡Morir! ¿Quién sabía? Lo que no habían podido hacer las aguas de Vichy, los médicos famosos de Nueva York, de París, de Berlín, las diversiones del mundo rico, los mil recursos del oro, podría conseguirlo acaso el aire natal; pobre frase vulgar que él repartía siempre para significar muchas cosas distintas, hondas complicaciones de un alma: faltaba vocabulario sentimental y sobraba riqueza de afectos. Lo que él llamaba exclusivamente el aire natal era la pasión de su vida, su eterno anhelo; al amor al rincón de verdura en que había nacido, del que le habían arrojado de niño, casi a patadas, la codicia aldeana y las amenazas del hambre. Era un chiquillo enclenque, soñador, listo pero débil, y se le dio a escoger entre hacerse cura de misa y olla o emigrar; y como no sentía vocación de clérigo, prefirió el viaje terrible, dejando las entrañas en la vega de Prendes, en el regazo de Pepa Francisca. La fortuna, después de grandes luchas, acabó por sonreírle; pero él la pagaba con desdenes, porque la riqueza, que procuraba por instintos de imitación, por obedecer a las sugestiones de los suyos, no le arrancaba del corazón la melancolía. Desde Prendes le decían sus parientes: «¡No vuelvas! ¡No vuelvas todavía! ¡Más, más dinero! ¡No te queremos aquí hasta que ganes todo lo que puedas!» Y no volvía; pero no soñaba con otra cosa. Por fin, sucedió lo que él temía: que faltó su madre antes de que él diese la vuelta, y faltó la salud, con lo que el oro acumulado tomó para él color de ictericia. Veía con terrible caridad de moribundo la inutilidad de aquellas riquezas, convencional ventura de hombres sanos que tienen la ceguera de la vida inacabable, del bien terreno sólido, seguro, constante.
Otra cosa amarilla también le seducía a él, le encantaba en sus pueriles ensueños de enfermo que tiene visiones de vida sana y alegre. Le fatigaban las idas abstractas, sin representación visible, plástica, y su cerebro tendía a simbolizar todos los anhelos de su alma, los anhelos de vuelta al aire natal, en una ambición bien humilde, pero tal vez irrealizable... La cosa amarilla que tanto deseaba, con que soñaba en Puebla, en París, en Vichy, en todas partes, oyendo a la Patti en Covent Garden, paseándose en Nueva York por el Broadway, la cosa amarilla que anhelaba saborear era... un pedazo de torta caliente de maíz, un poco de boroña (borona), el pan de su infancia, el que su madre le migaba en la leche, y que él saboreaba entre besos.
«¡Comer boroña otra vez! ¡Comer boroña en Prendes, junto al llar, en la cocina de casa!» ¡Qué dicha representaba aquellos bocados ideales que se prometía! Significaba el poder comer boroña la salud recuperada, las fuerzas devueltas al miserable cuerpo, el estómago restaurado, el hígado en su sitio, la alegría de vivir, de respirar las brisas de su colina amada y de su bosque de la Voz.
«¡Veremos!», se dijo Pepe, plantado en la mitad de la carretera, cubierto de polvo, rodeado de baúles en que traía el cebo con que había de comprar a sus parientes, salvajes por el corazón, un poco de cariño, a lo menos cuidados y solicitud, a cambio de aquellas riquezas que para él ya eran como cuentas de vidrio.
Tardaba en llamar a los suyos, en gritar: «¡Ah, Rita!» como antaño, para que acudiesen a la carretera y le subieran a casa el equipaje... y a él mismo, que, de seguro, sin apoyo no podría dominar la cuesta. Tardaba en llamar, porque le placía aquella soledad de su humilde valle estrecho, que le recibía apacible, silencioso, pero amigo; y temía que los hombres le recibiesen peor, enseñando la codicia entre los pliegues de la sonrisa obsequiosa con que de fijo acogerían al ricachón sus presuntos herederos. Por fin, se decidió.
-¡Ah, Rita! -gritó como antaño, cuando llindaba en el Suqueru y desde el prado pedía la merienda a su hermana, que estaba en casa.
A los pocos minutos, de Rita, de Llantero, su esposo, y de los cinco sobrinos, Pepe Francisca descansaba en el corredor de la casucha en un sillón, de cuero, herencia de muchos antepasados.
Pero el aire natal no le fue propicio. Después de una noche de fiebre, llena de recuerdos, y del extraño malestar que produce el desencanto de encontrar frío, mudo, el hogar con que se soñó de lejos, Pepe Francisca se sintió atado al lecho, sujeto por el dolor y la fatiga. En vez de comer boroña, como anhelaba, tuvo que ponerse a dieta. Sin embargo, ya que no podía comer aquel manjar soñado, quiso verlo, y pidió un pedazo del pobre pan amarillo para tenerlo sobre el embozo de la cama y contemplarlo y palparlo.
«¡Con mil amores!» Toda la boroña que quisiera. Llantero, el cuñado codicioso, el indiano fallido, estaba dispuesto a cambiar toda la boroña de la cosecha por las riquezas de los baúles y las que quedaban por allá.
Rita, como había temido su hermano, era otra. El cariño de la niñez había muerto; quedaba una matrona de aldea, fiel a su esposo, hasta seguirle en sus pecados; y era ya como él avarienta, por vicio y por amor de los cinco retoños. Los sobrinos veían en el tío la riqueza fabulosa, desconocida, que tardaba en pasar a sus manos, porque el tío no estaba tan a las últimas como se había esperado.
Atenciones, solicitud, cuidados, protestas de cariño no faltaban. Pero Pepe comprendía que, en rigor, estaba solo en el hogar de sus padres.
Llantero hasta disimulaba mal la impaciencia de la codicia; y eso que era un raposo de los más solapados del concejo.
Cuando pudo, Pepe abandonó el lecho para conseguir, agarrándose a los muebles y a las paredes, bajar al corral, oler los perfumes para él exquisitos, del establo, llenos de recuerdos de la niñez primera; le olía el lecho de las vacas al gozo de Pepa Francisca, su madre. Mientras él, casi arrastrando, rebuscaba los rincones queridos de la casa para olfatear memorias dulcísimas, reliquias invisibles de la infancia junto a su madre, su cunado y los sobrinos iban y venían alrededor de los baúles, insinuando a cada instante el deseo de entrar a saco la presa. Pepe, al fin, entregó las llaves; la codicia metió las manos hasta el codo; se llenó la casa de objetos preciosos y raros, cuyo uso no conocían con toda precisión aquellos salvajes avarientos, y en, tanto, el indiano, sentenciado a muerte, procuraba asomar el rostro a la huerta, con esfuerzos inútiles, y arrancar migajas del cariño del corazón de su hermana, de aquella Rita que tanto le había querido.
La fiebre última le cogió en pie, y con ella vino el delirio suave, melancólico, con la idea y el ansia fijas de aquel capricho de su corazón: comer un poco de boroña. La pedía, entre dientes, quería probarla; llevábala hasta los labios, y el justo del enfermo la repelía, pesará a sus entrañas. Hasta náuseas le producía aquella pasta grosera, aquella masa viscosa, amarillenta y pesada, que simbolizaba para él la salud aldeana, la vida alegre en su tierra, en su hogar querido. Llantero, que ya tocaba el fondo de los baúles y se preparaba a recoger la pingüe herencia, agasajada al moribundo, seguíale el humor y la manía; y todas las mañanas le ponía delante de los ojos la mejor torta de maíz, humeante, bien tostada, como él la quería...
Y un día, el último, al amanecer, Pepe Francisca, delirando, creía saborear el pan amarillo, la «borona» de los aldeanos que viven años y años, respirando el aire natal al amor de los suyos; sus dedos, al recoger ansiosos la tela del embozo, señal de muerte, tropezaban con pedazos de «borona» y los deshacían, los desmigajaban... y...
-¡Madre, torta! ¡Leche y boroña, madre; dame boroña! -suspiraba el agonizante, sin que nadie le entendiera.
Rita sollozaba a ratos, al pie del lecho; pero Llantero y los hijos revolvían en la salucha contigua el fondo de los baúles y se disputaban los últimos despojos, injuriándose en voz baja para no resucitar al muerto

Fabada Asturiana, escrito en 1998

Escrito por mi en una charla de gastronomía en el año 1998, lo tenia posteado pero parece que se ha borrado, por lo tanto lo reposteo.

Entrando en el tema de las fabes.
Estoy de acuerdo contigo en tus aseveraciones, ya que hoy en día las fabes no llevan más aditamentos que los que citas, con una pequeña modificación, chorizo, pero asturiano.
Esta especialidad asturiana, que los naturales de la región la defienden orgullosamente y cuidan con extremado celo de su “autentica” composición, representa en una sola confección el potencial alimenticio y folklórico de la región.
Es el apoteósico "potaje", casi un ritual, en el que el cerdo triunfa como animal sagrado. Pero no obstante la fabada es un plato de composición elástica y años atrás las fabes consistían en un "goxu" lanzado sobre las fabes, y sino mirar lo que escribió Antón Rubín, un asturiano de pro:
“¿Qué es la fabada? Según nuestros académicos de la lengua, la fabada es un potaje de alubias con tocino y morcilla. Aunque no es nada despreciable esta definición, el plato, así presentado por la académica, tiene algo de sintética parvedad, hasta el punto que nos atrevemos a calificarlo de fabada espartana.
La fabada auténtica es algo más que eso, más copiosa y rica en ingredientes. Veamos: alubias, chorizo, tocino, morcilla, jamón, oreja, costillas, lacón y rabadal. La fabada sin trampa ni cartón, hecha como mandan los cánones, consiste en un cerdo lanzado sobre unas fabes, que así suena mejor, y que ellas son quienes dan nombre al manjar. La fabada requiere y exige exquisitos cuidados (...).
Los distintos sabores de las partes del cerdo impregnan sutilmente las oblongas y finas fabes, conjugándose todo ello tan armoniosamente que un amigo, gran paladín del plato y fino gourmet, cuando me invitaba a comer una fabada siempre decía: vamos a comer un poema.”
Julio Camba, en su singular obra La casa de Lúculo, habla así de la fabada: "Delicioso plato la fabada, pero difícil de lograr. Se parece mucho al cassoulet de Toulouse, aunque le falta el pato; el cassoulet constituye una de esas pruebas que usan en París los gastrónomos para conocer a los cocineros. Si la vieja de Anatole France tenía su olla, (cassoulet), al fuego desde cuarenta años atrás, en Asturias, y a juzgar por el gusto de sus fabadas, hay ollas que no deben de haberse enfriado desde La Reconquista.
Las fabadas son ollas de cristianos viejos, donde la oreja de cerdo alterna con el rabo, y donde lo mejor del sabroso cuadrúpedo es absorbido por las blandas, tiernas y mantecosas fabes."
Paco Ignacio Taibo, autor de un breviario de la fabada, devuelve a los franceses parte de sus agravios contra la cocina española.
“El cassoulet es una fiesta de fuegos artificiales
La fabada es una profesión de fe.
El cassoulet es un alarde.
La fabada es una verdad contenida en si misma.
El cassoulet es un invento francés.
La fabada es un hallazgo asturiano.
El cassoulet es un cuadro pompier.
La fabada es un bisonte pintado en una roca.
El coussolet es una fabada que se perdió el respeto”
La fabada, no siempre es tan copiosa como postula Rubín.
Las hay más parcas de composición, pero que, aunque no sean «un cerdo lanzado sobre unas fabes», siempre se basan en dos pilares fundamentales: las fabes y los productos del cerdo.
Pero las fabes han de ser unas alubias grandes y blancas, de piel suave y mantecoso interior, y proceder de La Granja o del Cura. Y los acompañamientos “estongos o compangos” que debe llevar una fabada auténtica, todos ellos de origen porcino, son una combinación de los que siguen: codillo de jamón, tocino veteado, manos y orejas del suculento animal, chorizo y, claro está, la imponderable morcilla asturiana, esa morcilla curadísima, reseca, arrugada, que cuando cae en la olla rejuvenece, se hincha, revienta y vierte en el guiso toda su ahumada y aromática sustancia. Partiendo del principio en que la fabada admite una composición elástica, voy a citar como la oficiaban algunos:
Cándido, las fabes las acompañaba, con costilla de cerdo, jamón ahumado, cecina, paletilla de cerdo, tocino ahumado, oreja de cerdo salada, mano de cerdo, longaniza y morcillas, no usa ni azafrán ni pimentón.
La Marquesa de Parabere, usa los ingredientes que tu reseñas en el post, pero en mi opinión se equivoca al decir Chorizos de cantipalo, Morcillas extremeñas, que aunque excelentes productos, en otras preparaciones, debía haber escrito chorizos y morcillas asturianos.
En una recopilación de unos concursos de menús familiares, que hubo del 70 al 74 y editado por el Ministerio de Comercio y Turismo, los ingredientes de las fabes son los que citas, azafrán incluido, lo único le añaden un hueso de jamón.
Simone Ortega emplea morcillas asturianas, jamón serrano, tocino veteado, oreja de cerdo, rabo de cerdo y una cucharada de pimentón. No utiliza chorizo.
Nestor Lujan dice que deben ser aderezadas con chorizo, morcilla de sangre, rabo, morro, oreja de cerdo, tocino magro y a veces salchichas, en un escrito y en el que os transcribo al final, da los ingredientes básicos que citas en tu comunicado. Leandro Cortina, que fue, Jefe de cocina del restaurante "Casa Fermín", de Oviedo, las oficiaba con morcilla asturiana, chorizos asturianos, lacón, tocino salado entreverado, pimentón y no usaba azafrán.
No quiero terminar sin mandar la recetilla de cómo las oficio yo, que salvando las distancias, son más o menos como las que oficiaban en Casa Gerardo, templo de la cocina asturiana, no será lo más probable la formula exacta, ya que en su día por el año 65 después de mucho hablar y comer innumerables veces en el restaurante me dijeron como oficiaban las fabes y el arroz con leche.
Incluida en el Recetario Fabada asturiana ingredientes (para 6 u 8 personas):
1 Kg. De fabes de la Granja 4 unidades morcilla asturiana 4 unidades chorizo asturianos 400 gr. lacón 400 gr. tocino entreverado, un poco de aceite un diente de ajo machacado con la mano
Preparación:
En una marmita se ponen las fabes, una vez las hemos limpiado y enjuagado con agua corriente, a remojo el día anterior, con agua hasta cubrirlas un par de dedos.
El lacón y el tocino se remojarán al mismo tiempo en lugar aparte, si salados son. En la misma agua en que las fabes estuvieron a remojo, se ponen a cocer en frío, acompañadas del resto de los ingredientes.
El tiempo de cocción dependerá de la calidad y dureza de las fabes, variando entre 1 y 3 horas. Ésta será muy lenta para que no revienten (en una hora y media estarán a punto sí son de buena calidad). Luego se apartan del fuego, pero se mantienen al calor sin hervir y se las deja reposar entre media hora y tres cuartos, antes de servir.
Previamente, cuando se intuya que el final de la cocción está próximo, se habrá preparado un refrito con el aceite y el ajo machacado; se añade a la fabada y se retira del fuego como queda dicho para su reposo.
Presentación:
Se parten en dos los chorizos y la morcilla y se trocean prudencialmente el lacón y el tocino. Estos elementos forman lo que se denomina "el compango", que se servirá con las fabes en cazuela de barro a parte, para que conserve el mayor tiempo posible una buena temperatura.
Nota:
Si gustan que el caldo sea algo espeso, se pueden machacar unas fabes, retirar el pellejo de las machacadas y mover la marmita con suaves movimientos de vaivén o circulares. Las fabes tienen que estar completamente enteras, por lo que la cocción a de ser muy cuidadosa. Si hay que añadir agua, se añadirá esta fría y en pequeñas cantidades. Al principio de la cocción se "asustaran" las fabes, para una mejor cocción.

La cocina asturiana, de un articulo de Nestor Lujan.
Por su parte, Asturias tiene un bien ganado prestigio gastronómico que le
viene de un plato considerado como inamovible piedra angular de su cocina:
la Fabada.
Las fabes, alubias de gran tamaño, muy alargadas y suaves de corteza,
acompañadas en la cazuela con la morcilla, la cebolla, los chorizos, el
lacón y el tocino, constituyen un plato invernal ligado con toda la cocina
de la alubia y que goza de justa fama dentro y fuera de las fronteras
nacionales. En su autenticidad rotunda, la abada es el plato más logrado
de toda esta cocina, sin desdeñar, desde luego, el cassoulet del Languedoc
o las pochas con codornices de los fogones vascos.
La fabada viene de fabe, que es una judía grande, mantecosa y suculenta.
El resto de los españoles, sobre todo los catalanes, antes de que este plato
se propagara a través de la conserva, creían que "fabes" eran habas, que es
la palabra catalana para denominar la haba. Siempre se señala que la fabada
asturiana es una olla medieval propia de cristianos viejos. No obstante, se
han planteado una serie de problemas. Bien sabido es que, según los
historiadores de la nutrición humana, las judías o alubias, y por tanto
"fabes", llegan a Europa desde América. Por lo tanto, difícil es que al
mundo verde y remoto de los valles asturianos llegara la judía antes del
siglo XVII.
Dos teorías se presentan entonces para explicar la antigüedad del plato. La
primera es que, como documenta el filólogo Lenz, "faba" denominaba ya de más
antiguo una especie de judía, variedad europea conocida en la época de los
romanos, que era poco productiva. Por esta razón, su uso popular sólo se
extendió después del descubrimiento de América a las variedades
originariamente americanas que vinieron.
En Asturias posiblemente existía una tradición de cultivar estas judías,
quizá porque sus cosechas fueran más productivas y nutricias que en otras
partes por las especiales características de su suelo, como sucede también
en algunas regiones francesas, sobre todo en el Bearn, donde al cassoulet
se le atribuye una parecida antigüedad.
Otra teoría, y ésta ya menos defendible, es que realmente este plato se
hiciera con habas secas, que es una de las más sólidas legumbres de la época
medieval. Yo puedo aportar a esta teoría el hecho de que en Mallorca exista
un plato que se llama "fava parada", guisote enorme y cordial de habas secas
y que es algo parecido a este plato, ya que se hace con oreja, morro, cola
de cerdo y con tocino rancio. Podría ser que, al pasar de habas secas a
alubias, "fabes", conservara este último nombre.
Una tercera y última teoría sería que el plato fuera de una cierta
modernidad, cosa que no nos extrañaría por cuanto no creemos que existan
platos elaborados en su versión actual más antiguos del siglo XVIII. Todo el
folklore, toda la culinaria, es mucho más moderna de lo que normalmente se
cree.
La fabada es un plato opulento que liga con uno de los platos más notables
de Francia, el cassoulet, en una línea parecida a la del arte prehistórico
franco-cantábrico. No pretendemos, desde luego, extraer ninguna teoría ni la
menor relación entre una cosa y la otra, solamente limitar geográficamente
este suceso que coincide exactamente con el milagro de aquel gran arte de la
prehistoria.