04 julio, 2012

Especias y hierbas aromáticas


La historia de las hierbas aromáticas comienza en el paraíso terrenal, enmarcado por los ríos Eufrates y Tigris, allí donde existió el jardín del Edén (en hebreo, «jardín delicioso»). Los hombres intentaron instalarse allí y cultivar sus alimentos unos once mil años antes de Nuestra Era. El clima era inseguro y nada conseguía salvar las cosechas, ni las lluvias ocasionales ni el regadío artificial desde el río; ni los muros, construidos para proteger los cultivos del viento y evitar que los huertos se secasen. Las roga­tivas a los dioses, implorando protección, fueron grabadas en tablillas de arcilla mientras que en los sellos cilíndricos se hablaba de las fragancias de las hierbas, que tanto agradaban a los dioses. Ello corrobora la gran importancia que en aquel entonces se concedía a las hortalizas, a las verduras y a las hierbas aromáticas. Se iban anotando todos los conocimientos y llegaron incluso a extenderse a los países vecinos. Las hierbas aromáticas y las especias eran tan apreciadas en Babilonia que en tiempos de HAMMURABI, los persas se vanagloriaban de poseer edificios especiales para almacenarlas. En ellos albergaban unas reservas tan abundantes que «incluso igualaban al Tigris cuando sus aguas subían de nivel.

Se sabe de qué hierbas se trataba porque existe una lista de las hierbas que crecían en los jardines de MERODACHBALADAN, en Asiria: ajos, cebollas, puerros, eneldo, cardamomo, aza­frán, tomillo y comino.
A dichas hierbas se les sumó la salvia, descubierta por ALEJANDRO MAGNO en el curso de sus conquis­tas en la India y que trajo a la región mediterránea. Fueron transcurriendo los siglos y cada vez eran más las hierbas aromáticas disponibles y también mayores los conocimientos que de ellas se poseían. Las caravanas de Oriente trajeron estas hierbas a Occidente, y por las rutas comerciales llegaron también hasta Egipto, donde el ajo fue algo tan apreciado, y tan estimadas la menta piperita y el apio, que una vez desecados se depositaban como ofrenda a los faraones fallecidos. Y la historia siguió su camino hasta llegar a Fenicia, a la Héla­de. Este fue el momento del laurel, la planta de Dioniso y de Apolo. A los vencedores se les entre­gaban coronas de laurel, la mejor carne era asada sobre las brasas de ramas de laurel y cuando un joven iba a visitar a su amada para oler como un dios, mordisqueaba una hoja de laurel.
EL ORDEN DEL BUEN SABOR
Los textos más eruditos fueron incorporando pau­latinamente nombres ilustres como el de HIPOCRA­TES, que fundó en el siglo V a.C. una escuela de medi­cina en la isla de Cos, desarrollando la doctrina de los cuatro humores (sangre, flema, bilis amarilla y bilis negra) del cuerpo humano y sus cualidades. 
Esta escuela ha sido la base de la medicina occi­dental, y aún cuando hayamos dejado de creer en la armonía de los cuatro elementos -frío, calor, sequedad y humedad- de los «humores» de nues­tro cuerpo, seguimos empleando las hierbas aro­máticas y medicinales de la misma manera en que proclamaba esta doctrina. 
Un siglo más tarde, TEO­FRASTO, el «padre de la antigua botánica», informa­ba de los cultivos de hierbas aromáticas en Grecia y Asia Menor. Al comenzar nuestra era ya existían varias obras que describían más de 600 hierbas aromáticas. DIOSCORIDES, aconsejaba para sembrar­las, cosecharlas, almacenarlas y limpiarlas.
LAS HIERBAS AROMÁTICAS EN EL INICIO DE LA GASTRONOMÍA
Para los romanos, esta cocina de finas hierbas con­tribuyó a que alcanzasen el máximo sibaritismo gastronómico. Con una obra de MARCO APICIO que fue considerada el primer libro de cocina, llegó a las cocinas un cierto orden; y con él, y los demás escritores que plasmaron en recetas culinarias la refinada riqueza, disipación, libertinaje y ostenta­ción de los césares y soberanos del mundo antiguo comenzó el viaje de las hierbas aromáticas -con­templado desde Roma- hacia el bárbaro Septen­trión. 
Fueron los romanos quienes llevaron a toda Europa las palabras que significaban cocina, bode­ga, sartén, libra, cereza y mostaza. 
En la impedi­menta de sus ejércitos viajaban las ánforas de acei­te de oliva, aceitunas conservadas. También transportaban una salsa (Garum) de intenso sabor com­puesta de pescado, sal y hierbas aromáticas, con la que condimentaban los pescados de agua dulce. Tenían la costumbre de desmenuzar y moler las hierbas muy finas en un mortero para conservarlas luego con sal y bien apisonadas en vasijas de barro, tal y como aún lo hicieron también las muje­res hasta épocas recientes.
SOBRE CÓMO LLEGARON LAS HIERBAS A LOS MONASTERIOS
Pero el Imperio Romano empezó a declinar hasta su desaparición cuando los godos saquearon Roma y la migración arrasó las antiguas fronteras. El legado cultural de la antiguedad clásica se habría perdido de no haber sido por SAN BENITO, fundador de un monasterio benedictino en lo alto del Monte Casino en el año 529. Los monjes se dedicaron a escribir y copiar todo lo que llegaba a sus manos: Ovidio y Horacio o los doce libros de JUNIO MODERATO COLUMELA, de Cádiz, quien había vivido muchos años en Siria y había recogido todos los conocimientos que se tenían en materia de agricultura. 
Así, los benedictinos se convirtieron en los herederos y conservadores de la antigüedad clásica y, al mismo tiempo, en los maestros de la nueva Europa medieval. Fundaron monasterios por toda Europa y establecieron sobre todo contacto con los francos.
CARLOMAGNO supo aprovecharse de los conoci­mientos de los benedictinos y su Disposición sobre las fincas rústicas fue el resultado de su mutua cola­boración. Carlomagno, que pretendía mantener unido en todos los aspectos su gran imperio, especificó lo que debía plantarse, cultivarse, cosecharse, comerse y almacenarse en las fincas, aldeas y huer­tos conventuales. Los arrendatarios de las fincas imperiales tenían la obligación de plantar hierbas aromáticas, hortalizas, flores, árboles y arbustos. La mayoría de estas especies eran desconocidas por los francos, por lo que aprendieron entonces sus nombres latinos; pero como su lengua había ido enriqueciéndose dentro del marco de la migración, incorporaron los nombres de plantas y hierbas, además de aplicarles nuevos y llamativos nombres. Fue entonces cuando nacieron las denominaciones de ajedrea de jardín, del eneldo y el dragón, del abrótano macho y dellevístico.
Debían plantarse, además: loto, lirios, rosas, salvia, aristoloquia serpentaria, comino, neguilla, rome­ro, oruga, tomillo, lepidio, berro, hinojo, endivias, menta piperita, perejil, mirra, sándalo, mostaza, atanasia, hierba de Sta. María, lombriguera o tana­ceto, milenrama, centaura menor, malvavisco, apio, puerros, ajos, perifollo, cilantro, cebollas y adormidera; eso sin mencionar las diferentes ver­duras, hortalizas, árboles frutales y arbustos de bayas. 
Un Edén planificado era lo establecido para un monasterio. El huerto debía ser un rectángulo cruzado por dos senderos: en el lugar donde se cruzaban éstos debe manar una fuente, o instalarse un pequeño estanque.
UN PLAN MONÁSTICO DE EFECTOS MILENARIOS
Tales características eran desconocidas en el norte y este de Europa, y lo que hoy sabemos de la ali­mentación de nuestros antepasados procede de los hallazgos arqueológicos y del análisis del polen. Se han encontrado restos de avena, cebada, centeno y trigo, pero también de puerros, adormidera, aspé­rula, mostaza silvestre, armuelles, ortigas, saúco, avellanas y, en praderas húmedas, se ha constata­do la presencia de angélica, ulmaria, betónica y lirio cárdeno. 
Las bayas silvestres se utilizarían, seguramente, para condimentar los alimentos, ya que su sabor era más intenso que el de las hierbas aromáticas. A ello se debe que la citada Disposición sobre fincas rústicas de Carlomagno descubriese su punto débil. Fue copiada y recopiada de monaste­rio en monasterio y poco después del fallecimiento de Carlomagno conseguiría su triunfal coronación con el plano para el monasterio de Sto Gallen. Este era el proyecto del estado ideal perfecto que adop­taba un monasterio imperial. Pero esta idea no pudo materializarse en el propio Sto Gallen, tuvo que llevarse a cabo en el clima más propicio de la cercana isla de Reichenau, donde todavía hoy es posible reconocer las huellas que dejó el abad W ALAFRIED STRABO, quien nos legó una poesía sobre sus queridas plantas, De cultura hortotum, «Sobre el arte de las plantas». En el plano de Sto Gallen se procedió a separar el huerto de hierbas aromáticas del de las hierbas medicinales. Ello era necesario debido a que el cuidado de los enfermos dependía de los monasterios, lo que repercutió también en las primeras disputas surgidas entre los científicos (como la que tuvieron santa HILDE­GARD VaN BINGEN y ALBERTO MAGNO, quien instaló un primer invernadero para hierbas aromáticas en Colonia).
EL SECRETO DE LAS MUJERES COSECHADORAS DE HIERBAS
Las mujeres que cosechaban las hierbas mantuvie­ron vivas las ancestrales ofrendas a los dioses de los árboles y bosques, y se convirtieron en las sabias mujeres y brujas de los cuentos. Pero estas mujeres que recogían las hierbas representaban a las más viejas y a los niños, cuya importancia sólo es posible descubrir entre líneas en las leyendas populares. Conforme avanzaban los tiempos, cuanto más se enriquecían los soberanos y más libros se imprimían, tanto más disfrazaban estos hechos singulares la vida cotidiana. Se estima que en la Edad Media, tan sólo un uno por ciento de la población pertenecía a la nobleza y al clero. El ochenta por ciento de la población era rural, y sus condiciones de vida muy diferentes. Existían barreras sociales que sólo autorizaban que esta mayoría silenciosa se alimentase de verduras y de cereales. En los días de ayuno estaba prohibido comer carne (a la que apenas tenían acceso). Existía la orden de no encomendar trabajos pesados en el campo a viejos y niños, pero en su lugar estaban obligados a cosechar bayas silvestres e hierbas en los bosques. Para esta cosecha en bosques y prados, se recogía todo aquello que estaba maduro; como bayas silvestres. Esta época comenzaba tan pronto los días eran más cálidos y empezaban a brotar las ortigas o la acedera y la lechuga silvestre. Incluso en las reglas de SAN BENITO es posible leer que deben servirse frutas y hortalizas en cada comida. Con todo, es comprensible que tales recetas no existan ni en los libros monacales ni en las obras escritas por reinas y patricias. El papel y el pergamino eran caros y sólo se utilizaban para anotar algo nuevo o interesante para la propia casa, los hijos, los hombres de armas, el servicio, peregrinos o artesanos. Como el ama de casa era la responsable de la administración doméstica, es comprensible que hasta el barroco no estuviesen delimitadas las fronteras entre lo que eran productos alimenticios, y los condimentos o hierbas medicinales. La medicina disponía de pocos medios para el diagnóstico y la terapia y las condiciones higiénicas en las ciudades eran miserables. El temor a la peste y el cólera, que en ocasiones asolaban una tercera parte de pueblos y ciudades, se confundía con la superstición y la hechicería.
Así fue como una generación de niños tras otra iba aprendiendo cómo reconocer la manzanilla, guar­dando en secreto dónde crecía, la genciana, el ser­poI y la milenrama, más poderosa que la menta y que crecía en las aguas del arroyo. Así es cómo habían surgido los conocimientos sobre hierbas aromáticas y medicinales entre los pueblos caza­dores de la antiguedad. Entre ellos estaba mucho más acusado algo que en nosotros es rudimenta­rio: el instinto de lo que era provechoso. Porque de la misma manera que determinados olores ahu­yentan a los animales que se alimentan de plantas, también el ser humano siente náuseas frente a aquéllo que puede serIe dañino. El olfato quizás fuese el verdadero secreto de esas mujeres que cosechaban hierbas.
LA SOPA EN EL FUEGO
Desde la más temprana Edad Media hasta la revo­lución industrial en el s. XIX, los fogones dependí­an del tipo de fuego y de cuáles eran los privilegios que a tan elevado precio era necesario comprar al señor feudal o al propio rey. Hasta la llegada del s. XX, en las zonas rurales la cocina era una chimenea abierta; en ella se cocinaba en los calderos de hie­rro o cobre que colgaban de cadenas que permitían moverlos o alejarlos del fuego, o en las panzudas ollas colocadas sobre el trébede. La comida iba cociéndose lentamente conforme se iban apagan­do las llamas y sólo quedaba el rescoldo. Y esto era la espesa sopa de la mañana, la sopa del mediodía, la leche para la cena. Siempre a base de cereales. Porque los molineros, que obtenían la harina, y los panaderos, estaban obligados a pagar tan grandes tributos, que por dicho motivo la gente trituraba el grano en el propio mortero y lo incorporaba luego a la sopa. ¿Qué otros ingredientes intervenían?, generalmente la verdura seca: judías, castañas, remolacha finamente cortada y todo aquello que se había cultivado en el huerto o lo que se cosechaba en el bosque y en los prados.
EL HUERTO CAMPESINO: UN MODELO IN TEMPORAL
Hierbas aromáticas y comida vegetariana fueron durante siglos una costumbre campesina, pero también una necesidad. Las especias, que sólo podían adquirirse por mucho dinero, caracterizaban la comida de los señores. Se utilizaban para condimentar los ragús y fricasés, y otras interesan­tes mezclas de diferentes clases de carnes, hervi­das y luego asadas, de forma que perdían todo su sabor y tenían que estar muy sazonadas. Esta situación cambió cuando comenzó el barroco. En el mes de agosto de 1652, poco después de finalizar la guerra de los Treinta Años, en el palacio del PRÍNCIPE DE BOURBON CONDÉ se sirvieron catorce bandejas de carne, seguidas de otras catorce con «ensaladas»; entre ellas tres bandejas con hortalizas frescas y otras tres con hierbas aromáticas. Aquello constituyó una auténtica sensación, lo mismo que la invención de el caldo de pollo claro y ligero o de la sopa de carne sazonada con finas hierbas. A ello debía sumársele la mejora de las técnicas culinarias y de los buenos modales en la mesa. La comida ya no se colocaba toda de una sola vez sobre la mesa, sino que iba sirviéndose según un orden concreto. La mejora de los sistemas de cultivo y la gran cantidad de nuevas hierbas y plantas procedentes del Nuevo Mundo, pro­porcionaron además una nueva e importante conquista: la del paladar. Las especias no debían ador­mecer ni engañar el paladar, las hierbas aromáticas tenían la misión de acentuar los aromas propios del pescado y de las verduras. El repollo debía saber a repollo, y el puerro a puerro. Todas aquellas comidas que aún se consideraban campesinas, se convirtieron de la noche a la mañana en los selectos platos de las mesas señoriales. Las hierbas aromáticas se pusieron de «moda» y siguen disfrutando hoy en día de esta consideración. Y de la misma manera que el perejil, el tomillo y sus « verdes hermanas» fueron imponiéndose cada vez con más fuerza en las aristocráticas cocinas. El creciente comercio con Extremo Oriente consiguió popularizar las especias, de forma que también éstas pudieron llegar a las mesas de la clase media. El ajo fue tenido por villano a causa de su olor y por alimento poco refinado en la España medieval, e incluso durante el Siglo de Oro. En el s. XIV estaba prohibido a los caballeros y hasta nombrarlo era rehuido, según una antigua disposición del rey Alfonso del año 1378. Según informa Melchor de Santa Cruz en la segunda parte de su Floresta española: «A la reina Isabel (la Católica) en extremo le eran aborrecidos los ajos, no solamente en el gusto más en el olor». El ajo fue tildado de chismoso porque su olor delataba a quien lo había comido y era considerado como mal nacido por su origen villa­no. Cervantes no dejaba escapar ninguna ocasión para atacar duramente al ajo y a las cebollas crudas, comida rústica por excelencia de aquella época. La verdadera reivindicación del ajo comenzó en el s. XIX, y especialmente desde el punto de vis­ta gastronómico, contribuyendo mucho a su difusión la gran pléyade de escritores, sobre todo pro­venzales, con Mistral a la cabeza.
COMPENDIO DE LAS HIERBAS AROMÁTICAS
La literatura culinaria comenzó con el primero de estos glosarios. Sea donde fuere que se hayan encontrado tablillas escritas, o se hayan descubierto antiguas bibliotecas, siempre, y sin la menor excepción, han aparecido listas y descripciones sumamente minuciosas de las hierbas aromáticas. ¿Qué secreto poseían tales hierbas para que desde un principio desempeñasen un papel tan relevante? Mucho antes de descubrir y dominar el fuego, los hombres del paleolítico ya comían la carne cruda acompañada de unas hojas; dicha comida debía gustarles y sentarles bien. Sin embargo, todo parece dar a entender que no utilizaban sólo una hierba en sus comidas, sino varias. Estas hierbas proporcionaban un nuevo sabor a un ingrediente sencillo como era la carne. La comida resultaba mucho más sabrosa, a veces incluso mejoraba su calidad, y gracias a ellas eliminaban las eventuales molestias gástricas que aquella comida uniforme y cruda podía ocasionarles. Pero cuando el hombre empezó a cocinar con fuego, estas mismas hierbas proporcionaron a la comida todo su auténtico y rico sabor. ¿Era obra de magia? ¿No era un milagro que tantas hierbas aromáticas creciesen en los bordes de los caminos y en los bosques? ¡Qué diferentes eran sus aromas y sabores! Paso a paso, una por una, fueron conocidas y recogidas por las sabias mujeres de aquellos tiempos. Año tras año se confirmaba e incrementaba la relación con las hierbas más sabrosas y olorosas, unos conocimientos que iban pasando de madres a hijas hasta que se inventó la escritura; hasta que magos y monjes escribieron y copiaron todo aquello que las mujeres ya sabían desde siempre sobre el arte de cocinar. Lo que los «escritores» ignoraban, lo adornaban con invenciones propias, y lo que era tan estimado por todo el mundo se convirtió pronto, y en el auténtico s,,:ntido de la palabra, en una leyenda. Por mucho que entonces se anotase y escribiese, la realidad seguía siendo mucho más limitada que la teoría. Sólo en nuestra época ha sido posible comprobar científicamente que un glosario de las hierbas aromáticas para la cocina es una parte más de la flora de la tierra, convirtiéndose en una auténtica guía a través de los verdes paraísos que nosotros mismos podemos crear. El glosario contiene hierbas realmente curiosas y raras de la flora autóctona, pero también aquellas procedientes del Japón, de China, de Méjico y de la India; hierbas con las que es posible cocinar, siempre y cuando se puedan conseguir. Quien posea un jardín o huerto puede crear sus propios macizos y bosquetes de hierbas aromáticas siguiendo el ejemplo del Jardín Botánico de Madrid, situado alIado del Museo del Prado. Las hierbas aromáticas están plantadas alrededor de la pálida col lombarda y rodeadas a su vez por espinacas y espliego, todas ellas plantas comestibles y, sin embargo, de todos los tonos del verde, tan diferentes entre sí con sus pequeñas florecillas que se abren al mediodía y permiten aspirar el penetrante y agradable olor del tomillo y serpol. Quizás parece un jardín algo pasado de moda, pero es tan hermoso como un parque hechizado. Con el presente Compendio resulta fácil crear un huerto o jardín de hierbas aromáticas, siempre y cuando, como sucede con los viejos parques, cada planta disponga de la tierra y el sol que necesita. Las hierbas más pequeñas se plantarán al sur, las de más altura al norte; de esta forma, las unas no escamotearán el sol a las otras. Como el estragón y el levístico adquieren una buena altura y les agrada la semisombra, donde mejor crecerán es al fondo del todo. Quien pretenda experimentar con las hierbas, no debería perder nunca la planta de vista y por este motivo no es recomendable sembrar estas hierbas en grandes macetas o recipientes, la comprobación resulta muy difícil. En un lugar cualquiera de nuestro balcón ha crecido un eneldo y cada año irá perforando la tierra por otro lugar, instalándose entre las rosas, o junto a la mata de arándanos que cultivamos en un cajón de madera. No hay nada que sepa mejor que una de sus hojitas pinnatífidas recién cortada por uno mismo y colocada sobre un tomate caliente. 

Todo lo anterior es el prologo o introducción del "La gran cocina de las hierbas aromáticas y el ajo" de editorial Everest, libro que debíamos tener en nuestra biblioteca culinaria.
(ISBN 84-241-2399-9) fue editado en 1996

1 comentario:

Recetario Spanglish para mis hijos dijo...

Muy buena idea! Apicius, por favor, intercale fotos para que veamos rápidamente las hojas y texturas. Saludos,